Relatos Libres

Esta sección está dedicada a los que aman la lectura, a los que escriben, y a los que desean hacerlo, pero nunca se han atrevido.

Queremos descubriros nuevos mundos, trasladaros a otras épocas, sacaros una sonrisa, intrigaros, robaros una lágrima y, porqué no, lanzaros a la escritura y al fantástico universo que nos ofrece.

Cada mes, publicaremos un relato de alguno de nuestros alumnos de Escritura Creativa. Poco a poco, como todo lo que merece la pena, llenaremos los estantes infinitos de esta biblioteca Libre. Disfrutadla y compartidla. Nada nos haría más felices. 

Y si queréis compartir vuestras opiniones con nosotros y con los autores, no dudéis en incluirlas en los comentarios de nuestro Facebook. Nos encanta el debate literario.

¡Bienvenidos al maravilloso mundo de la ficción!

Porqué la libre

La señorita Churchil, Elizabeth Carrasco

Hacía más de 15 años que Agnes Churchil había decidido no volver a salir a la calle. Pensaba que no había necesidad, ya que nada ni nadie la reclamaba ahí fuera. Rozaba los 90 y no había tenido ni hijos ni marido. Sus padres murieron jóvenes, y su hermana y ella se habían valido por sí solas hasta que Rose encontró, ya en la cincuentena, a un acaudalado viudo dispuesto a acabar con su soledad, casándose con ella. Agnes nunca le perdonó el abandono, ni siquiera cuando Rose enviudó. Ni cuando enfermó. Ni cuando murió.

Se sentía orgullosa de haber vivido siempre en el 17-A de Joachim Street. La única casa de la calle que había sobrevivido al Blitz, a los booms inmobiliarios y a los especuladores del nuevo siglo. Y allí seguía, adosada a su gemela, la 17-B. Fue su padre quien atornilló junto al timbre la pequeña placa metálica, que ella jamás osó retirar, donde podía leerse, Señor y Señora Churchil.  

Hacía más de un lustro que el 17-B estaba deshabitado, para regocijo de la señorita Agnes Churchil. Muertos el señor y la señora Farrel, solo podía agradecerles los inestimables cuarenta y nueve años y tres meses de silenciosa y despegada vecindad.

Sin embargo, el viernes, 13 de mayo, Agnes vio con horror cómo una cuadrilla de albañiles desembarcaba en el 17-B. No lo abandonarían hasta el 7 de julio a las 14:35. Aquellos cincuenta y seis días le desquiciaron los nervios, y pusieron a prueba su resistencia. Después del primer mes de quejas, sus continuas llamadas a la policía apenas conseguían parar las obras unos minutos. A lo sumo, unas horas. 

El 8 de julio, a las 8.02 de la mañana, un gran vehículo de mudanzas se detuvo frente a la puerta del 17-B. La señorita Churchil pudo comprobar cómo los operarios se afanaban en vaciar el camión, lo que consiguieron cinco horas y veinte minutos después. Todos estos datos eran precisos y así quedaron anotados en su vigésimo quinto cuaderno de Incidencias Molestas. Veinticinco horas y veintisiete minutos después, una joven india se instalaba en la casa.

Al día siguiente, Ghita llamó a la puerta de su vecina. Llevaba una bandeja de galletas de avena y canela recién horneadas. Nunca había visto a la señorita Agnes desde que había adquirido la vivienda. Nadie respondió al timbre, así que Ghita dejó las galletas frente a la puerta y volvió a su casa. La dueña de la frutería de enfrente ya la había avisado. A la vieja Agnes Churchil no se la veía salir desde 2006. Ni siquiera abría la puerta. Allí solo entraba la asistenta tres veces por semana, Y, de vez en cuando, los servicios sociales para asegurarse de que disponía de todo aquello que una anciana de su edad pudiera necesitar. Solo alguna vez, alguna ambulancia, solicitada por la propia señorita Churchil debido a algún vahído o mareo, se  había parado frente al número 17-A de Joachim Street.

 -Un bonito gesto de buena vecindad, pero no te esfuerces, Ghita, esa pobre loca no te abrirá nunca -le advirtió Norman, el florista.

Mientras tanto, Agnes Churchil no daba crédito a lo que ocurría, mañana, tarde y noche, en casa de Ghita. Los hombres entraban cualquier hora. Jóvenes cargados con mochilas, ejecutivos de oficinas cercanas, trabajadores uniformados… Y siempre el mismo ritual: al abrir la puerta, la joven los recibía ataviada con extraños ropajes. El recibidor estaba envuelto en un extraño humo, que la señorita Churchil no podía sino identificar con sustancias alucinógenas y adormideras, y esa música…¡Oh, señor. Esa música extraña!

-No va a abrirte la puerta -le decían a Ghita en la panadería de Emma.

-¡Esa vieja impertinente! No le hagas el más mínimo caso. Lo único que hará será amargarte la vida. No le tengas tanta pena -le insistía Nina, la cajera del supermercado.

La señorita Agnes Churchil dejó registrado todo lo acaecido en el 17-B en el Cuaderno 25, para que las fuerzas del orden pudieran intervenir, en caso de necesidad, con las pruebas pertinentes. Agnes estaba segura de que esto ocurriría tarde o temprano, por mucho que la policía insistiera en que Ghita Panavi era kinesióloga, quiromasajista y maestra de Reiki, y que no podían detenerla por eso.

¡Qué sabrían ellos!

Obsolescencia programada, María Álvarez

Mi abuela tenía una cafetera que, según ella, hacía el mejor café del mundo. Tiempo atrás, había perdido el tornillo que unía la tapa con el resto. En mas de una ocasión, intenté comprarle una moderna, pero se negó. Insistía en que, tratándola con cariño, aún funcionaría mucho tiempo.

Un día decidió arreglarla. Se puso lo zapatos y el abrigo, metió la cafetera en una bolsita acolchada, y salió a la calle.

El autobús era nuevo y moderno. Hacía mucho que no lo tomaba y le pareció confortable. Se sentó frente a dos jóvenes que tenían los ojos pegados a sus iPhone. Llevaba tiempo sin hablar por teléfono porque todas sus amigas habían muerto. Claro que estábamos los nietos, pero no nos pasábamos horas al teléfono con ella, como solían hacer sus amigas.

Colocó la bolsita entre el radiador del autobús y su pie. Con el calor, la cafetera comenzó a exhalar el delicioso aroma que llevaba impregnado en su cuerpo metálico: tres cuartos de Colombia y uno de torrefacto. Era la mezcla ideal. 

El aroma inundó el ambiente. El chófer encendió la radio y una música alegre invadió el vehículo.

De repente, un frenazo hizo que la bolsa saliera rodando. Mi abuela estaba adormilada, y no se percató de la pérdida hasta que llegó a la ferretería. Aquello le resultó descorazonador. Tanto esfuerzo para nada.

Al volver a la parada del autobús, le pareció que el chófer era el mismo. Un hombre negro y delgado que, con una gran sonrisa, le dio la bolsa con la cafetera. 

Tiene suerte de que sea una cafetera vieja, si no alguien se la hubiera quedado dijo, y sonrió otra vez.

Diez años después de que ella muriese, regresé un día del trabajo harta y cansada. No sabes lo feliz que te puede hacer algo tan simple como una buena taza de café, me había dicho muchas veces mi abuela, mientras miraba embelesada su vieja cafetera sin tornillo. 

Entré en la cocina y saqué la cafetera del estante de arriba. Ahora tenía un tornillo bien colocado, al menos, por el momento. Después de aclararla, deposité con mimo la mezcla que acababa de comprar: tres cuartos de Colombia y uno de torrefacto. El aroma del café, saliendo a borbotones, inundó mi piso.

La pluma del avestruz, por Paloma López

Ayan, que en hindú significaba ruta, camino, era un niño feliz a pesar de pertenecer a los dalits, los más pobre de La India. No podía tocar a nadie, sacar agua del pozo, ni entrar en un templo. Tampoco jugar con niños de otras castas. Pasaba los días limpiando la suciedad de otros y dibujando pájaros en la arena. Un día encontró una enorme pluma blanca, tan larga como sus brazos extendidos. En ese instante, decidió buscar al magnífico ser al que pertenecía aquella pluma.

Lleno de osadía, acudió a un ilustre profesor, preguntándole dónde podría encontrar a semejante animal. El brahman, tocándola con la punta de una vara para mantenerlo alejado, le contó que la pluma pertenecía a un ave exótica y veloz que habitaba en un país lejano.

El muchacho inició así un largo viaje a pie hasta llegar a Persia, mendigando trigo y frutas por el camino. Desde allí, embarcó rumbo a La Península Arábiga, alimentándose, siempre que las normas de los hindúes Jainas lo permitieran, con los restos de comida que los marineros le arrojaban, y limpiando los excrementos de la tripulación.

En Arabia trató con musulmanes, hombres de costumbres muy distintas a las suyas. Recelaban de él, un extranjero que no rezaba ni probaba la carne. Lo ignoraban, pero al menos no lo trataban mal. Los días de fiesta comían cordero, pero el cerdo, por algún motivo, lo tenían prohibido. Trabajaba como criado, y en las noches de luna, salía a buscar al gran alado, hasta que un día lo encontró. Le pareció un ser gigantesco, con un cuello eterno y unas patas como nunca antes había visto. Tras observarlo un buen rato, Ayan se acercó con sigilo. Entonces el avestruz escondió la cabeza en la tierra.

-Sólo soy un niño. No te haré daño -dijo.

-Sólo soy un avestruz, no te haré daño –respondió el ave mirándolo con ternura.

Cada noche, Ayan visitaba a su amigo, al que llamó Elid, que en su dialecto significaba provisto de alas. Le hablaba de su destino. Todo estaba escrito para él.

-Sube -le dijo el gran pájaro una noche, y juntos atravesaron las áridas tierras que les separaban de La India.

Transcurrió un verano y parte del otoño hasta que Ayan se reunió de nuevo con su familia. A llegar al pueblo, una algarabía de alabanzas, colores y aromas les dieron la bienvenida. ¡Un paria cabalgando sobre un ser fabuloso! Las vacas sagradas se apartaban lentamente a su paso.

Multitud de curiosos de todo el país se acercaban a verlos. Poco a poco, fueron llegando las ofrendas. A Ayan le permitían entrar en los templos, y hasta elegir con quien hablaba. Su amigo, con aire de divinidad, propinaba un picotazo a cualquiera que se atreviera a despreciar a los indignos.

Dalits, sudras, vaishyas, kshatriyas y brahmanes, hombres de todas las castas, fascinados, querían conocer la increíble hazaña de Elid y Ayan, el intocable. Juntos viajaron a lugares remotos, y puede que aún sigan recorriendo el mundo. Lo único que se sabe con certeza es que si un niño encuentra la pluma de un avestruz, puede escribir su propia historia.

Maldito otoño, por Francisca Espínola

–No has traído las judías verdes. –fue lo único que dije.

–¡No estaban en la lista de la compra! –me gritó.

¿Cómo no iban a estar en la lista, si pensaba prepararlas para el día siguiente? 

En realidad, no sé si me irrió más que me mintiera o que me chillara. 

Quizá no estaba en el mejor momento de mi vida. Era otoño, y el otoño siempre me pone triste. Yo intento ser feliz, pero el otoño no me deja. Sé que es el otoño porque me pasa todos los años.

En fin, el caso es que me volví lentamente y le observé. Parecía no darle importancia a lo de las judías, ni a los gritos.

–Sí estaban. Te recuerdo que yo misma la escribí, y nadie mejor que yo sabe lo que falta en esta cocina. Tú nunca te ocupas de nada. Solo vas a la compra, y lo haces por salir de casa.

–Está bien. –contestó él– Se me habrán olvidado. Si quieres voy ahora a por ellas.

¡Estaba siendo condescendiente! ¡No me lo podía creer! Saqué la compra y la puse sobre la encimera. En el fondo de la bolsa estaba la lista. La cogí y me la metí en el bolsillo de los vaqueros.

–¡Mira por donde, las espinacas no se te han olvidado! Cómo eso te encanta. –contesté algo fuera de mí, lo reconozco.

Tenía un bloque de espinacas congeladas en la mano y, sin darme cuenta, lo lancé directo hacia él. Vamos, que le di en la cabeza. Él hizo ademán de esquivarla, pero se movió hacia el lado equivocado, es muy torpe el pobre, y entre la velocidad que le imprimí al paquete, y su movimiento, el impacto fue algo mas fuerte de lo que esperado. Vamos, que fue brutal. Parece mentira la de sangre que pueden generar unas espinacas. Creo que en ese momento me puse nerviosa, pero no soy yo, es el otoño, de verdad.

El caso es que no me pude contener y comencé a lanzarle las zanahorias, los tomates, la bandeja de salmón… Todo volaba en dirección a él. Intentaba zafarse, pero nada más. No comprendo porqué no trató de detenerme. Al fin y al cabo, estaba siendo agredido, sobre todo en la cabeza. Yo no sabía si quería ayudarle o acabar con él. A veces, cuando te pones así de nerviosa no sabes cual va a ser tu reacción, y la mía igual fue algo desproporcionada.

El remate fue la lata de piña. Jo, qué tino. Le di de nuevo en la cabeza, y ahí perdió el conocimiento.

Entonces apareció mi suegra, que, al igual que el otoño, no ayuda mucho a mi estado de ánimo. Comenzó a gritar como una loca. Desde el otro lado de la cocina, yo no podía verle tirado en el suelo, pero no creía que fuera para tanto. Al acercarme, vi el charco de sangre. Quizá me había pasado un poco.

Mi suegra, que de natural es poco resuelta, sacó toda la resolución de golpe, y llamó a la policía y a una ambulancia.

Es una pena haber malgastado la compra con él. En fin, agente, esa es toda la verdad. La culpa es del otoño, de la condescendencia y de que él no sabe leer. Mire, aquí tengo la lista de la compra en la que pone claramente… Bueno, quizá se me olvidó incluir las judías verdes. Maldito otoño.

La madre perfecta, por Gracia Sarriá

El sonido de sus tacones firmes resuena en las paredes del bunker. Su ropa es impecable: falda y chaqueta negra, blusa nívea con solapas bordadas y, en el cuello, un fino collar de perlas a juego con los pendientes. Su pelo rubio con algunas hebras blancas, apenas perceptibles, está perfectamente recogido en un moño alto, trenzado en la parte superior. Su belleza aria es inconfundible. Los ojos azules y cansados, el rostro hermoso, carente aún de las marcas indelebles del tiempo. No las tendrá. Lo sabe. Magda tiene 43 años y sabe que el fin está próximo. Es inexorable.

Porta una bandeja de plata con seis pequeños frascos de cristal colocados en horizontal y tapados con un paño blanco, impoluto. Los nombres completos escritos en cada uno de ellos. Todos empiezan por H, en honor al único hombre que podía cambiar el destino de su país. Por eso están ahí. Permanecerán junto a él y su esposa hasta que se marchen dignamente. Ellos les seguirán.

Mientras camina hacia el dormitorio de sus hijos, las imágenes de la entrega de la Cruz de Honor de la Madre Alemana la invaden. Vuelve e sentir ese gran orgullo, el del mérito excepcional. Su maternidad ha sido ejemplar, y su conducta hacia el régimen, también. Su segundo marido y el padre de sus seis hijos, ha sido fiel al proyecto pero no a ella. Ya no importa. Él será conocido como la mano derecha de Adolf, y ella, como la primera mujer del Reich de facto. Eso es lo único relevante. Sus hijos son demasiado buenos para vivir en el mundo que se inicia ahora, tras la inminente derrota. Sufrirían demasiado, pero ella es una madre sublime, y hará lo que hacen todas las madres: darles a sus hijos lo mejor.

El doctor está saliendo del dormitorio de sus vástagos. La mira y agacha la cabeza, confirmando que ha hecho su parte del trabajo. Todo está tranquilo. Le abre la puerta. Las literas con sus hijos adormilados, bellos como ángeles, aparecen ante su vista. Una infinita ternura se apodera de su corazón. Los ama profundamente. Han sido lo más puro y auténtico de su vida. Se sienta en el filo de cada una de las camitas donde tantas veces, en este tiempo de encierro, les ha contado cuentos y jugado con ellos. Esta es la última, no hay duda. Si la hubiera, sería un signo de flaqueza que ella no se puede permitir. Los va sacando de la agradable ensoñación provocada por la morfina para darle a cada uno su pequeña bebida de almendras amargas, seguida de un profundo beso maternal. Ellos no preguntan. Están acostumbrados a obedecer. Lo hace rápido. No puede tardar ni cinco minutos. No soportaría la visión de lo que viene después. Los deja en sus camas mientras comienzan a agitarse levemente y cierra la puerta sin mirar atrás.

Regresa con la bandeja temblando y la cara desencajada. No hay lágrimas. Se sienta en la sala de estar. Su marido la espera. La mira, no le dice nada. Deja la bandeja en el aparador y saca una baraja de cartas. Le calma jugar al solitario en momentos difíciles. Esta vez no puede concentrarse. El corazón le golpea el pecho, la sangre le retumba en la cabeza, su cuerpo tirita, la humedad del bunker le da nauseas. Su marido le pone el abrigo. Acaba de introducir el séptimo frasco en el bolsillo. Queda poco. Abandonan la habitación y recorren los pasillos hacia la salida. Cuando pasan por la puerta del dormitorio de su amado líder, se paran y alzan el brazo, orgullosos de haber formado parte del proyecto más ambicioso del mundo. Ellos ya han terminado.

Una vez fuera, Magda y Joseph respiran el aire gélido mirando a su alrededor. No reconocen Berlín. Es una ciudad derrotada. Siguiendo lo estipulado, Joseph se dispara un tiro en la cabeza. Cae de inmediato. Un hilo de sangre va cubriendo la nieve. Lo ha amado mucho, demasiado. Magda comparte con sus hijos la forma de morir. Bebe el cianuro y se tumba en el suelo alemán, helado. Cada vez le cuesta mas respirar. De pronto, los ve corriendo hacia ella para abrazarla. A los seis, sus cinco hijas y su hijo. Están en la villa de verano. Sus ropas son blancas. Son ángeles. Magda sonríe feliz. Ha sido una madre perfecta.

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